Esto sucedió en un mes de noviembre del 78. En un viaje de descanso y recreación, fastidiado del trajín capitalino, me caminé hacia mi tierra El Quetzal, del departamento de San Marcos, 238 kilometros de la capital, vía pacífico. Se llega a Coatepeque y de allí enfilamos al norte, rumboa El Quetzal: carretera con sus supremos encantos de una vegetación exoberante: cafetos florecientes con esa flor blanquisima como la sonrisa de un niño recien nacido panoramas de infinita belleza, pájaros revolteando llenaban el aire con sus dulces cantos, murmullos de ríos como el Naranjo y otros atractivos. En mi gira me acompañaba un buen amigo y viejo colega Telegrafista Tomas Bruno Galicia. Arribamos a mi amado pueblecito, 20 kilometros a Coatepeque que hacia el norte, a las 17: hrs. (cinco de la tarde), pues hubimos de caminar a pié dos kilometros por falta de camionetas directas. Se celebraba las fiesta titular, entre el 9 y 13 de noviembre. Los detalles de estas festividades, pueden imaginarse: chinamas, juegos de tiro al blanco, loterías con sus conocidos trucos, cadenas de ebrios de todas clases sociales que obstruian el paso, exclamado desaforados gritos de euforia…
Fue el día 11 del mismo mes. A eso de las 17 hrs. Nos acercamos a un sitio dominante, contiguo al palacio municipal, cuando le dije a mi amigo Galicia: ¿Contemplaremos la caida del sol? Ni modo me respondio Tomas. Serían a las 17 y 30 minutos cuando lentamente, graciosamente, comenzo el firmamento a teñirse de colores, celajes y arreboles, color naranja, azul turquesa y divinos e inefales rocicleres: la policromía era maravillosa, casi indescriptible. No sentimos que transcurriese el tiempo. El astro Rey se achicaba con lentitud y el colorido en el firmamento cobraba un conjunto de tonalidades distintas. El sol, ya casi invisible por su pequeñez diriase un caramelo en miniatura, parecia sumergirse en dirección del señado y bello puerto de Ocos. Algo sorprendente y emotivo. En realidad, pocas veces habiamos adorado un espectáculo que la naturaleza nos regala. Interrogue a mi amigo si aquí en la capital, el habia contemplado un ocaso del sol. No medijo porque en la metropoli solo andamos de prisa y miramos siempre hacia abajo, como los cerdos y casi nunca alzamos los ojos al cielo. Nos retiramos del lugarcito predominante y pletoricos ambos de emociones exquisitas, nos detuvimos en el bar apacible y acogedor de Beto Expinoza, para saborear una deliciosa “indita”, con entremeses de limonsito rociado de sal…¡Que rico!. Solo nos faltaba la presencia de una dama comprensiva, amante de lo bello y lo espiritual, proclive al amor y al sueño y divina en su sique y esta bella dama es: MIRNA CEBALLOS para que nos hiciese más patetico el instante… Dios habrá de darnos una ocasión propicia para que ella capte todos los encanos de occidente… Retornamos al día siguiente a Coatepeque para volver a Guatemala, pero en nuestra mente vibraba lo incomparable de aquel ocaso astral que nunca, jamás echaremos al olvido.
Excelente historia de don Emilio Reina Barrios, un Quetzalence de corazon, persona muy sencilla y de gran corazon. Que en paz descance Papa Milo
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